sábado, 17 de julio de 2021

Entrevista con José María Arguedas

Entrevista con José María Arguedas[1]

 


Yo puedo escribir poesía en quechua y no lo puedo hacer en caste­llano, lo que me está demostrando que mi lengua materna es el quechua.[2]

 

Por Chester Christian

 

José María Arguedas inicia la entrevista comentando (AN):

Lo que yo le decía; he tenido una experiencia relativamente completa del país. Porque yo aprendí a hablar en quechua. Me formé en una población muy pequeña, en donde la mayor parte de la gente solo hablaba quechua. Luego, hasta los dieciséis años, recorrí el país –toda la parte desde el sur y del centro– con mi padre, y conocí toda esa región viviéndola. Incluso hice un viaje a caballo del Cuzco hasta Ica en doce días y medio. 

De tal manera que yo he visto los pueblos, la vida de los pueblos muy pequeños, en donde dos o tres personas tenían la mayor parte de la tierra, y tenían un poder muy grande sobre todos los demás. Gene­ralmente, estas gentes eran las que manejaban todo lo del pueblo. Tenían todo el poder político, y toda la fuerza, que les daba no solamente la riqueza, sino el hecho de pertenecer a familias muy tradicionales.

También pude tener la oportunidad de vivir en comunidades indíge­nas, en donde todas las tierras son solamente de indios. Unas comuni­dades con pocas tierras, otras con más tierras y otras con muy pocas tierras, en las que no les permitían el título.

También tuve la suerte de vivir, durante un tiempo, en una hacienda, que todavía tenía el sistema de los siervos, y los indios pertenecían a la hacienda exactamente como los otros animales; el dueño de la hacienda podía disponer de ellos, de la vida de sus siervos.

Y pude observar mucho; más que observar, vivir con esta gente por la cual yo tenía una gran simpatía. Porque yo perdí a mi madre cuando tenía tres años de edad, y viví hasta los ocho años en la casa de una señora con quien mi padre estaba casado; era mi madrastra.

Como mi padre no vivía en este pueblo, sino en un pueblo más grande, porque era funcionario, yo pasé todo el tiempo con la servidum­bre indígena; porque mi madrastra tenía hijos a los cuales prefería mu­cho. Y entre estos, uno era el verdadero subamo del pueblo. Era un típico gamonal, de los que no existen ahora sino en muy pocos lugares del país. Él no era autoridad, no era alcalde, no era gobernador; pero tenía la llave de la cárcel, y podía meter preso a quien le diera la gana o golpear a quien le diera la gana. En fin, era un pequeño señor abso­luto. Y a mí me trataba muy mal, porque por razones de carácter polí­tico a mi padre lo sacaron del puesto, y mi padre tuvo que estar en otros pueblos. Y yo me quedé enteramente sojuzgado por la familia de mi madrastra.

 

¿Ellos hablaban español?

No, solamente quechua. Yo empecé a aprender el español. Siempre hablé un poco de español, ¿no? Pero mi lengua predominante era el quechua. Hasta los nueve años hablaba muy poco español y domi­naba el quechua.

Yo fui un verdadero protegido de los indios, como estaba tan mal tratado como ellos, a pesar de que era hijo de un señor. Además, tenía un color mucho más blanco que incluso el dueño de la casa. Me consi­deraban una persona que estaba haciendo una vida muy dura y muy cruel, y ellos me tomaron bajo su protección.

Entonces yo tendría entre los cinco y nueve años. Yo dormía en la cocina, sobre una batea muy grande que servía para amasar pan, sobre unos pellejos. Allí dormía, y le servía al señor, que era el hijo mayor de la casa. Le traía sus caballos del campo, luego cuidaba a los becerros, traía leña en la mañana de la montaña para la cocina. Tenía una situa­ción muy especial porque, por mi apellido, por mi situación social, era un señor; pero por mi ocupación, por la clase de gente con la cual vivía, era indio.

Yo sentía un inmenso amor por los indios, porque ellos me dieron también toda su protección paternal, maternal; y aprendí los cantos de ellos, los juegos de ellos. Viví el mundo de ellos. Yo creía que el mundo era como ellos creían que es el mundo. Yo creí que todo era, que el río era un dios, que las montañas eran dioses. De tal manera que mi niñez hasta los diez años fue exactamente la niñez de un niño indígena. Y esta visión indígena del mundo yo creo que ha continuado hasta hoy. Usted puede verlo en mi última novela, Todas las sangres.

De aquí, mi padre volvió. Por fin lo dejaron libre de sospechas po­líticas. Y como le contaron la mala vida que nos habían dado –yo ten­go un hermano–, mi padre se fue de este pueblo. Se separó de la señora. Era abogado él. Entonces fuimos a Abancay, que es una capital de departamento, una población más grande.

Yo estuve entonces allí, de interno en un colegio religioso. Conocí a todas las personas que dominaban un territorio mucho más grande, que era una capital de departamento. Yo había hecho la experiencia de una capital de provincia, porque mi padre era juez; pero ahora tuve la oportunidad de observar a los grandes señores que manejaban un depar­tamento muy aislado, como es Apurímac, uno de los departa­mentos más andinos y más antiguos.

Luego mi padre no pudo continuar en Abancay. Era un hombre muy inestable. Y de aquí se fue a ejercer su profesión a un pueblo muy leja­no, que estaba a siete días a caballo de Abancay. Cuando concluyeron las vacaciones no pudimos ir adonde estaba mi padre, sino que nos fuimos a las haciendas de un pariente de mi padre, un pariente por parte de su mujer.

Este señor tenía cuatro haciendas muy grandes y alrededor de unas quinientas familias de indios, que eran su propiedad. Yo perdí esta mano –la tengo malograda– en el trapiche de moler caña. Era una hacienda de caña, y la otra era una inmensa hacienda donde sembraban maíz y se criaban chanchos.

Y aquí también estuve mucho más cerca de los indios, porque nunca vi gente tan maltratada como esta gente. Yo vi flagelar a un indio a quien le quitaron los pantalones, lo colgaron de un árbol y lo flagela­ron porque había robado unos cuantos plátanos, que no valían nada. Pero el patrón no permitía que los indios comieran plátanos.

Luego, el patrón no permitía que se tocara ningún instrumento mu­sical. Era muy católico, y consideraba la música de los indios como un acto de idolatría. Era un señor sumamente católico, pero muy avaro y muy cruel con los indios. Vi cómo en esas vacaciones hizo traer –no me acuerdo si eran franciscanos– religiosos del Cuzco a predicar en quechua. Y predicaban la humildad, el respeto al hacendado; que él, en realidad, era un representante de Dios en la tierra. 

Entonces la religión era un instrumento temible. Y además, predi­caban muy bellamente. Les mostraron la vida de humildad y obediencia como la forma de vida que Dios estimaba más en los hombres, y que el dolor era una característica del ser humano, que mediante el dolor se ganaba la felicidad de la otra vida.

Todo esto, y las capillas, que eran muy antiguas, llenas de altares dorados. Los indios lloraban a torrentes, y yo lloraba mucho con ellos. Entonces pude observar, vivir la suerte de los indios siervos de la ha­cienda y observar la vida de un gran hacendado, que, por lo demás, tenía una excelente biblioteca. Yo leía allí los grandes libros de la lite­ratura europea.

Después, de aquí, de Abancay, vine a Ica, que es una ciudad de la costa. Tuve el primer contacto con la costa. Yo fui interno a un colegio de Ica. Éramos internos entonces, en 1926, solamente tres alumnos de la sierra. Y los serranos éramos considerados como gente muy inferior. Tuve mis primeros contactos con la gente de la costa, y pudimos demos­trar que no éramos tan inferiores. Tuve allí la oportunidad de tratar con los hijos de los grandes hacendados de la costa.

 

Cuando usted escribió su novela Todas las sangres, ¿estaba pensando en todas esas experiencias?

En todas. Yo había escrito, antes de este libro, tres novelas y varios cuentos. En una colección de cuentos, que se llama Agua –que fue el primer libro que escribí–, describí toda la vida de un pequeño pueblo andino, y no está solo, naturalmente, la vida de los indios, sino que ahí está la vida de los indios y de toda la demás gente con la cual viven los indios: los mestizos, los señores, las autoridades. Está todo el mundo humano y el paisaje de un pequeño pueblo.

Luego escribí mi primera novela, que se llama Yawar fiesta. «Yawar» quiere decir «sangre» en quechua; quiere decir «sangrienta». El tema principal es una corrida de toros, pero a la manera indígena. En esta novela describí la vida de una capital de provincia, que es un mundo geográficamente más vasto que el que trata Agua.

En la otra novela, que se llama Los ríos profundos, describí la vida de todo un departamento, que es una zona mucho más vasta que la de la provincia; y la descripción de personajes mucho más importantes, con una estratificación social mucho más compleja, desde la vida de los hacendados muy importantes, con vinculaciones nacionales... Luego, es una zona en la cual hay muchas haciendas con siervos, y el tema prin­cipal es la relación que hay entre la vida del siervo de hacienda con todas las demás jerarquías sociales.

Ese es el tema de Los ríos profundos, que concluye con una insurrec­ción de indios, con una especie de sublevación. Obligan a un religioso a que pronuncie una misa, porque es la única forma de que muera la madre del tifus. Porque ellos consideran que las pestes están generadas por un animal, y como el tifus estaba devastando a toda la gente, ellos consideraban que el único poder que podía matar a la madre del tifus era una misa dada por este padre, que era el más famoso predicador de toda la zona y además era un gran amigo de los más grandes hacen­dados.

Intentan detener el avance de los indios hacia la capital de departamento, que no vienen en plan de sublevación, sino en plan de pedir una misa, y no pueden conseguirlo porque, por mucho que los amenazan con ametralladoras, con una serie de otros métodos terribles, ellos siguen avanzando. Porque prefieren morir así que morir con el tifus; y con­siguen entrar a la ciudad y prácticamente obligar al religioso a que diga la misa. Una vez que el padre ha pronunciado la misa, ellos se regresan, cantando himnos en quechua, con la evidencia de que la madre del tifus va a morir.

 

¿Qué moción tienen los padres frente a esta religión quechua?

Ellos tienen una actitud muy inteligente, porque son tolerantes. Pero exigen y consiguen que se considere a la religión católica como la religión dominante. En tanto que el indio cumpla con las obligaciones de la Iglesia, no les importa mayormente que los indios tengan otras creencias religiosas. Pero este es un problema que viene desde muy antiguo.

 

Usted dijo que el patrón era tan religioso, que me parece que era más estrictamente religioso que los padres mismos, ¿verdad?

Hay una relación muy directa. En realidad, el antiguo señor consideraba que el indio –y eso está muy bien representado en las no­velas, especialmente en Todas las sangres– es un ser inocente, que es un ser que prácticamente no peca. Y si el indio peca, no es responsabi­lidad del indio, sino del dueño de la hacienda. El indio no puede, no tiene derecho a pecar, y si peca, de ese pecado es responsable el dueño. Entonces, por eso es que el dueño de la hacienda trata de demostrar a los indios que él es el representante de Dios, y que todo pecado contra Dios es un pecado también contra el señor. Que un robo, un acto de inmoralidad, es un pecado no solamente para la conciencia del pecador, sino también que está manchando la conciencia del dueño de la ha­cienda.

 

[Pregunta sobre el final de Los ríos profundos].

Como el tifus ha cundido entre la población, no permiten el ingreso de los indios, porque traen la peste. Entonces se forma una barrera. Incluso se corta un puente para que no puedan pasar, y los indios hacen otros puentes prehispánicos, que se llaman «oroy». La no­vela termina con el canto triunfal de los indios, que regresan con la idea de que por fin la madre del tifus va a morir.

Luego, después de muchos años y de una experiencia muy larga en Lima –una experiencia de casi treinta años en Lima y algunos períodos que estuve cerca del Cuzco– estuve madurando una novela en la cual se demostrara toda la trabazón que hay entre esta infinidad de diferen­cias sociales y culturales que existen entre los habitantes del Perú.

Porque aquí, con el relativo éxito que tuve como escritor, llegué a tener acceso a círculos sociales bastante altos. Porque algunos de los hombres muy importantes, ya no en el campo circunscrito de la provin­cia, sino los hombres que manejan el país, algunos de ellos, me invitaron a sus casas. Conocí de ellos no solamente al través de lo que se decía, sino los conocí de carne y hueso. Me enteré de una serie de detalles de cómo se maneja el país y de cuáles son las relaciones que estas gen­tes tienen con poderes mucho más grandes que hay fuera del país.

Un incidente muy doloroso me sirvió como tema central. En el pe­queño pueblo donde yo pasé los primeros años de mi infancia había un campo de maíz, al cual adorábamos todos. Era un campo casi comu­nal. No era enteramente comunal, pero tenía partes comunales, y era muy famoso. Venían de muchos otros pueblos a canjear este maíz con otros productos.

Este pueblo había sido un antiguo pueblo minero, pero se agotaron las minas. Las familias habían caído en la pobreza, y de haber sido opulentos mineros se habían convertido en pobrísimos agricultores, pero con mucho orgullo de su tradición familiar. Incluso, por ejemplo, si usted iba a visitarlos, le servían una comida muy pobre, pero la vajilla era toda de plata. Incluso el vaso de noche, la bacinica, era de plata.

Entonces, un ingeniero descubrió una gran mina, porque los espa­ñoles habían escarbado la superficie de las vetas. Este ingeniero entró en sociedad con una familia muy importante de la zona y trabajaron la mina. La mina resultó muy importante, pero fue a parar después a un consorcio, a un consorcio de capitales nacionales que estaban muy vincu­lados con capitales internacionales.

Esta hermosa pampa de maíz fue expropiada por el gobierno a favor de la empresa minera y la pampa fue totalmente cubierta por relaves de mina. Y todos estos señores muy pobres vinieron a convertirse en peones, en empleados de la mina, y fueron muy maltratados todos por la mina. Porque sus pocas tierras se las compraron casi por la fuerza y a precios muy bajos.

Y yo amaba mucho a este pueblo, porque yo crecí allí. Y cuando vi esta pampa sin maíz, cubierta de escoria de mina, de metal... Entonces me contaron la historia increíble de la expropiación; luego empecé a averiguar sobre la historia de la mina; uno de los temas es esta mina, y la rivalidad de una gran familia que allí había, de la cual uno de ellos estaba vinculado con la mina y el otro señor era muy a la antigua, que consideraba la mina como un foco peligrosísimo de corrupción de la inocencia indígena, de la pureza indígena, que era el camino de la des­trucción de la verdadera pureza católica.

Entonces se produce una pugna mortal entre los dos hermanos, y el hermano que era dueño de la mina entra en una pugna también mortal con un gran consorcio que le quiere quitar la mina. Y al fin le quitan la mina. En un determinado momento, los dos hermanos se reconcilian, y el hermano que considera que la vida antigua, la vida colonial, era más pura, más tranquila, le presta sus siervos para que trabajen la mina. Luego descubre que ha cometido un gran error y trata de matar al hermano.

Alrededor de este nudo de la vida se vincula todo el universo perua­no. Pero no solamente el universo peruano, sino que, como este universo es movido por fuerzas mucho más grandes, del exterior, entonces en la mina están presentes los siervos de la hacienda, que son obligados a tra­bajar allí, una gran cantidad de indios que son contratados desde sitios muy lejanos para trabajar en las minas, otra cantidad de gente que va voluntariamente a trabajar, también la gran complejidad de títeres nacio­nales e internacionales, que se disputan esta mina, que es millonaria. Esta es una pugna de todas las fuerzas políticas y sociales de gran nivel en el país, que están condicionadas por lo que al final de cuentas deci­den fuerzas extrañas que están vinculadas con los grandes consorcios o personajes que manejan las empresas nacionales.

Entonces, en este libro está presente desde el indio que todavía sigue creyendo en los dioses prehispánicos, que es en el fondo un indio activo, de esos que dicen que Jesucristo es Dios, pero que es Dios de los seño­res, pero no de ellos, con ellos no se mete... Está en mi novela presente esta multitud, que es la más antigua. Luego están los indios más próxi­mos a la vida moderna, los voluntarios con relativa libertad, que son los miembros de la comunidad, que están manejados por un indio que fue arrojado de la escuela, porque los indios no tenían derecho a entrar en la escuela.

Entonces [el indio comunero] vino a Lima, y tuvo una experiencia muy larga en Lima, en contacto con los partidos políticos de izquierda. Y él escucha a todos, pero no le convence ninguno de ellos. Tiene sus ideas propias, y se convierte en líder de todo el movimiento indígena en esta zona, a través principalmente de los miembros de esta comunidad libre, que tiene tierras suficientes y que no está sojuzgada ni por los dueños de la mina ni por los dueños de hacienda, que, como tienen una economía más o menos suficiente, se mantienen bastante libres y pueden hacer frente a las presiones políticas con mucha habilidad y con mucha energía.

Está el indio de hacienda, el siervo, está el indio que pertenece a una comunidad libre, están estos pequeños exmineros arruinados, está el gran hacendado y una constelación de hacendados a la antigua, en sus diferentes grados de antigüedad colonial. Luego está un hacendado que considera que la única forma de hacer trabajar al país es modernizar al país mediante la aplicación de los métodos técnicos adelantados en la agricultura, pero la implantación de la agricultura en esta forma signi­fica la ruptura del sistema de los siervos, y esto amenaza los intereses de los hacendados labriegos.

Entonces hay una pugna entre el hacendado con criterio moderno y el hacendado con criterio antiguo. Sobre estos están los representantes de los consorcios mineros, que se apoderan finalmente de la mina y de la vida de toda la cantidad de gente de esta región, que no pueden so­portar dos fuerzas que son las que determinan principalmente la ava­lancha de gente que viene de los Andes a la costa.

Por un lado está la insurgencia de los indios, porque los indios ya no respetan a los señores ni a los mestizos como los respetaban antes, y de otro lado los grandes hacendados, que han empezado a moderni­zarse, también los desprecian. Entonces creo que a Lima se viene una gran cantidad de gente de diferentes extracciones sociales, y aquí se organizan con la misma jerarquía que tenían en la sierra. Es la segunda o tercera generación la que se incorpora al medio urbano, pero la pri­mera generación celebra las fiestas de sus pueblos exactamente como si estuvieran en su pueblo. Presentan las danzas antiguas; pero ya en la segunda o tercera generación pierden el quechua, pierden las vincula­ciones con el pueblo.

 

(...)

Yo puedo escribir poesía en quechua y no lo puedo hacer en caste­llano, lo que me está demostrando que mi lengua materna es el quechua. Los primeros libros que escribí están muy cargados no solamente de términos quechuas, sino de sintaxis quechua. Y el problema más agudo que tuve fue el de cómo describir este mundo que yo había aprendido en quechua, describirlo en castellano. El castellano realmente me parecía una lengua muy extranjera. Hice unas adaptaciones del quechua al cas­tellano, no muy ex profeso, bastante intuitivas, y los primeros libros están escritos en una especie de jerga, que para el buen lector –el lec­tor con mucha sensibilidad– es una jerga artística. Pero para el que no la tiene, sencillamente es una cosa que no entiende bien. Mi novela Todas las sangres está escrita en un castellano bastante limpio, pero con resonancias quechuas evidentes, lo mismo que en todas mis novelas.

 

En un trabajo que hice hace tres años para el gobierno de los Estados Unidos, de la lengua y la cultura hispánica en los Estados Uni­dos, sugerí que los niños que aprendían español primero, deberían seguir con el español además del inglés, porque siempre iban a poder pensar mejor en el español; así podrían usar las dos culturas y los dos idiomas complementariamente.

Yo estuve en los Estados Unidos el anteaño pasado y tuve la suerte de permanecer unos diez días en una pequeña universidad de California, viviendo con los estudiantes. Es un lindísimo lugar. Y había un club donde en una mesa se reunían los alumnos que estudiaban cas­tellano. Me encontré con un chileno que había sido pastor, y él me puso en comunicación con una cantidad de mexicanos y encontré en ellos la misma tragedia que en la gente que viene de la sierra, que desprecian el quechua, pero no saben hablar el castellano.

Si despreciaran menos el castellano, aprenderían mejor el inglés. Por eso es que ahora nuestra tesis es que debe enseñarse a los indios a leer quechua. Porque lo que ocurría es que los indios bajaban acá, apren­dían unas trescientas palabras de castellano y no querían hablar más el quechua. Entonces quedaban prácticamente sin lengua.

 

Sí, es lo que pasa allá. Comenzamos desde hace un mes un pro­grama para enseñar a los niños a los cinco años a escribir y leer espa­ñol, mientras que enseñamos a hablar y entender inglés. Primero deben aprender a leer y escribir español, y entonces usar el español como un instrumento para aprender inglés y al mismo tiempo aprender la materia de sus cursos en español.

Además, este método tiene repercusiones psíquicas muy impor­tantes, porque cuando se le enseña en quechua, entonces el quechuahablante considera que su lengua no es tan despreciable. La fuente de una serie de otros complejos proviene de esta idea de que su lengua, lo mismo que sus costumbres, son muy inferiores. Cuando sus padres prohíben hablar quechua, dicen: Basta con que nosotros hayamos padecido por hablar esta lengua, por lo cual nos desprecian todos. Y hablan muy mal el castellano.

Yo, que tengo tantos años en el ejercicio de la lengua, sigo todavía cometiendo errores de concordancia, porque en el quechua no existe género. Entonces, la concordancia es uno de los capítulos más difíciles de la gramática castellana. Bueno, también dé una brevísima lectura a este librito que se llama Diamantes y pedernales. Allí hay una noticia de tres páginas en la cual yo hago una exposición de cómo luché para dominar el castellano, de modo tal que de veras sirviera como un medio de transmisión del mundo andino, tanto en su riqueza humana como en su extraordinaria riqueza como paisaje. La verdad es que está unánime­mente aceptada la convicción de que estos relatos que yo he escrito son los primeros en los cuales se describe el mundo andino por quien lo ha vivido muy profundamente y no como un simple observador.

El mundo andino estuvo –todavía lo está, aunque no tanto como antes– muy rígidamente dividido en castas. El de la casta alta era tanto más señor cuanto menos contaminación tenía con los indios. Enton­ces, la categoría social del sujeto estaba dada por la menor contamina­ción que tuviera con el indio. Hace unos treinta años un señor limeño consideraba como una característica de menos valor el conocer Cuzco. «No, yo no conozco el Cuzco», decía con orgullo. «Yo conozco París, conozco Roma, conozco Washington; pero Cuzco, ¿cómo voy a ir?, eso apesta».

 

[Comenta sobre los valores urbanos y los de la clase media, y pregunta sobre el efecto que tienen estos valores en la vida del indio que va a vivir en la ciudad.]

Se quita su ropa de indio, se pone un overol, y deja de ser indio. Porque en la sierra ha habido una mezcla racial muy densa, y se presentan casos, que ya son notorios, como el de los indios de Pampa-cangallo, que son en gran parte rubios, pero son totalmente indios; son indios monolingües. Se dice que son descendientes de los almagristas derrotados en la batalla de Chupas, que se refugiaron en esta Pampa, y que allí se mezclaron con los indios y se convirtieron en indios. En cam­bio, hay gente de la clase consideraba como muy alta, y de hecho admi­tida como clase alta, que tiene rasgos completamente indígenas. Enton­ces, no es la raza lo que hace del indio un indio, sino es su modo de vida.

 

Entonces, cuando llega a la ciudad, puede cambiar de cos­tumbres…

Exactamente. Lo que no puede cambiar, y esa es la gran barrera, es la lengua. Lo que caracteriza a un indio, lo que lo tipifica realmente, es el no saber hablar bien él castellano. Entonces él puede esconder todo lo externo que caracteriza lo indio, la ropa, pero no puede cambiar la lengua. Por eso es que odia su lengua, porque eso es lo que lo denuncia como indio.

Los que conocemos a los indios sabemos que es gente que tiene gran­des posibilidades, como cualquier ser humano, pero es que ellos aún más, porque tienen una tradición muy antigua del ejercicio de la inte­ligencia y de las manos.

Entonces, lo que estamos tratando de demostrar es que el quechua es una lengua respetable. Es una lengua con recursos muy ricos para la tradición humana.

Ahora, lo que ocurre con la clase media en el Perú es también de los problemas más complejos. Por ejemplo, gentes de poblaciones de cin­co mil o diez mil habitantes, que ocupan el más alto lugar en su pueblo, vienen a Lima, y en Lima ocupan una clase muy modesta de la clase media. Entonces, viven en un estado de constante resentimiento, porque, de haber sido gentes principales en su pueblo, aquí se convierten en gentes de séptimo u octavo estrato social. Entonces, la mayor preocupa­ción de esta gente es la de adquirir las formas externas que caracterizan a la clase alta. Hay un detalle que ha ocurrido últimamente en Lima, que puede servirle a usted de ejemplo.

Muy recientemente, a un nombre sumamente talentoso para los ne­gocios se le ocurrió formar un Country Club en un bosque que se en­contraba en el camino de Lima a Chosica, el cual llevó el nombre de «Country Club El Bosque», y empezó a vender acciones a gente de la clase media baja. Les dijo: Miren, señores. Esto va a tener cuatro pis­cinas; va a tener un campo para equitación; va a tener cuatro lugares para bailes, lo mismo que tiene el «Country Club de Lima», o lo mismo que tiene «Los Cóndores», que es un club de la alta sociedad. Y resulta que en uno o dos años tiene diez mil accionistas.

Entonces, efectivamente, tiene las cuatro lagunas, tiene las pistas para danza, tiene caballos para equitación. Y se meten allí los diez mil miem­bros del club, y los atienden los mozos que están uniformados como los de los clubs de la alta clase: ciertas formas externas son de la alta clase. Y hay gente que se ha sacrificado para comprar acciones de este club, y se embotellan allí, y están como sardinas metidos dentro de los locales. Pero, como están tratados un poco a la manera de la clase alta, pues viven allí sufriendo, pero haciéndose la ilusión... Bueno, es una carac­terística universal de la clase media.

 

Me parece que lo que el novelista hace cuando escribe una no­vela que perdura muchos años es que recoge algo de la cultura misma, y cuando cambia la sociedad, queda la cultura que significa a la novela.

Fíjese lo que sucedió a este propósito con el final de la novela de Los ríos profundos. Hay una sublevación de indios, pero por una razón de orden mágico. De hecho, yo sugería la posibilidad muy próxima de sublevaciones de indios, que de por sí decidían sublevarse por razo­nes que no fueran de origen mágico, sino por razones que tocaran mu­cho más su natural deseo de ser mejor tratados. Y a los cinco años de la publicación de Los ríos profundos se presentaron las grandes subleva­ciones de indios de las haciendas de la provincia de La Concepción.

Yo presenté esto como una posibilidad, una posibilidad tan simbóli­ca que solamente un comentarista de la novela la mostró; todos los de­más no se dieron cuenta. Él [indio] es capaz de desafiar a la muerte para que el cura le dé una misa; ¿por qué no van a desafiar a la muerte si creen que, tomando valor y decidiéndose, pueden hacer que les den un poco más de tierra para no vivir como cerdos, sino para vivir como seres humanos?

Eso realmente ocurrió después. Fue una novela relativamente profética en ese sentido, y se hizo por métodos exclusivamente novelísticos y artísticos, no políticos. Por esa razón, yo creo que el artista no debe estar inscrito en ningún partido político, porque corre el riesgo de sectarizarse, y entonces mira las cosas desde un ángulo muy, muy determi­nado. Es preferible mantenerse un poco al margen. Yo soy considerado muy comunista por una parte de la gente, y por otra parte como anti­comunista y como gobiernista.

 

¿Qué opina usted de la novela como manera de aprender las posibilidades de una cultura? Es decir, que las personas, los miembros de una sociedad no saben todas las posibilidades de actuar dentro de la sociedad, pero pueden encontrarlas en las novelas.

Mire, yo decidí escribir por las grosedades que en los libros se habían escrito antes de que me decidiera o me diera cuenta de que po­día escribir. La población andina estaba completamente mal interpreta­da. Estaba descrita, incluso la población indígena, como una población degenerada, disminuida humanamente por vicios como el alcohol, la coca. En fin, se les describía como unos tipos bárbaros, y yo sabía que eso era completamente falso, que era obra de gentes que habían mirado las cosas de lejos.

Entonces los dos primeros libros que escribí fueron con el objeto de demostrar que esta gente tenía grandes posibilidades, y en la novela que se llama Yawar Fiesta hay dos temas paralelos muy importantes. La comunidad indígena, una de las comunidades indígenas, decide captu­rar a un toro que está considerado como un dios, pero que es toro, para ponerlo en la plaza y lidiarlo, para demostrar a los señores que ellos son capaces incluso de capturar a un dios, aunque es dios de ellos mismos.

Por otro lado, deciden construir una carretera a la costa, no porque consideren que la carretera es importante para el desarrollo de la econo­mía del lugar, sino porque saben que un pueblo, que es tradicionalmente rival de ellos, va a construir otra carretera a la costa. Entonces, ellos dicen: «No, nosotros primero», y en veintiocho días construyen una carretera de ciento cincuenta kilómetros, de Puquio a Nazca, en vein­tiocho días. Trabajaron diez mil indios día y noche, y entonces com­prendimos de qué modo se habían podido hacer las obras descomunales que hicieron en la época de los incas.

Cuando los cuatro alcaldes de las cuatro comunidades del pueblo de Puquio trajeron el camión, le dijeron en quechua al subprefecto: «Señor, aquí está el camión. Hemos hecho la carretera. Si alguna vez decidimos hacer un hueco debajo de las montañas hasta el mar, lo hare­mos también, no se preocupe».

Además, otro de los ideales que se ha perseguido, en cuanto a las narraciones que he escrito, es que es bueno para la gente descubrir cómo se puede ser también feliz en una comunidad en que no se considera el poder del dinero como una meta, sino el beneficio que se alcanza por haber hecho el mayor número de servicios a la comunidad. Son las dos grandes orientaciones de la humanidad.

 

[Comenta sobre la crítica latinoamericana de la cultura de los Estados Unidos y su énfasis en la cuantificación, y pregunta si Latino­américa seguirá el rumbo de esta cultura.]

Este tema fue muy debatido hace poco en un centro en que están organizados los especialistas en ciencias sociales en Lima. Se llama el Centro de Estudios Peruanos. El ponente, que es un economista muy importante, muy bien informado, nos presentó un cuadro sumamente trágico, casi determinista. Él consideraba que la América Latina estaba metida en una trampa, que el mundo en Latinoamérica no hace sino lo que los grandes poderes desean que se haga –o la Unión Soviética o los Estados Unidos–, que la forma de vida al modo norteamericano, aparentemente, era el que al fin y al cabo iba a imponerse de manera inevitable.

Esto fue muy discutido. En estos países hay, frente al modo de vida norteamericano, una actitud ritual y contradictoria, una admiración grande por las hazañas técnicas, las grandes comodidades que se han conseguido para la vida de las gentes de los Estados Unidos; pero, por otro lado, hay una conciencia de que se trata de imponer este modo de vida a todos los demás, y se tiene la conciencia de que ese modo de concebir las cosas, de tener la idea de lo que es bueno y lo que es con­veniente no guarda armonía con lo que de estas cosas se cree en estos países, y que, por tanto, no debemos admitir la imposición norteame­ricana.

Entonces, por un lado, hay la admiración por las hazañas norteame­ricanas, pero, por otro lado, hay una especie de repudio por el excesivo llamado tecnicismo materialista. Ahora, incluso se considera que en Latinoamérica debe lograrse una especie de integración aparentemente absurda, imposible, de las dos tendencias: incorporar todos los adelan­tos técnicos, pero no convertir al ser humano en un ser tan excesivamen­te administrado, excesivamente cuantificado, como los norteamericanos.

Porque aquí se cree, incluso entre el vulgo, que incluso las horas de descanso que tiene el norteamericano no lo hace por descansar, sino porque es una rutina. Por otro lado, que el norteamericano no mueve un dedo si no le pagan, y que esa es una forma antihumana y anticris­tiana de proceder. Entonces es interesante ver cómo ante el modelo nor­teamericano hay una actitud que no es de incondicionalidad, sino es una actitud bastante crítica. Se admira lo norteamericano, y no le estoy ha­blando yo de la opinión de los intelectuales solamente. Se mira a un norteamericano como a un negociante. Hay una canción muy graciosa que la he oído cantar en un bar, que dice: «Un gringo por ganar plata subió un globo al aire. El globo se reventó en el aire y, a la mierda, el gringo al suelo».

Aquí se cree, especialmente el vulgo, que si el gringo hace algo, es porque está buscando dinero, y los que hemos estado en Estados Unidos y los que hemos leído autores norteamericanos les tratamos de demostrar que eso no es cierto. Por ejemplo: les recordamos que uno de los más grandes poetas de la humanidad fue un norteamericano, a quien estima­mos mucho, que es Whitman, ¿no?

 

Pero no lo aprecian allá igual...

¿No lo aprecian?

Bueno, no como lo aprecian aquí. Los profesores de literatura lo conocen, pero muy poca otra gente. La verdad es que no aprecian la poesía...

Yo salí aterrado, doctor. Es un país demasiado grande y dema­siado rico para que no tenga defectos igualmente tan grandes como su territorio... Yo creo que ciertos núcleos de la juventud norteamericana son muy conscientes de la literatura. Yo estuve en Berkeley; pero lo que era un poco trágico es que no sabían adónde había que ir y cómo había que arreglarlo.

Yo creo que esas pequeñas masas de gentes que nos han enviado a Latinoamérica de los Cuerpos de Paz les van a hacer más bien a los nor­teamericanos que a los latinoamericanos. Yo he conocido cinco o seis que están tan felices en este país, que han llegado a cantar, a tocar instrumentos indígenas. Llegan a descubrir un mundo muy distinto al de ellos.


[1] ALREDEDOR DE ESTE NUDO DE LA VIDA, Entrevista con José María Arguedas, 3 de agosto de 1966, Lima, Perú. POR CHESTER CHRISTIAN. Texas A & M Universtty.

[2] Título es agregado nuestro.

1 comentario:

  1. Realmente co0nmovedor las palabras del MAESTRO José María Arguedas. Cuanto dolor y amor a la vez en su vida. Además, sabiduría en su pensamiento y expresión. Leer la entrevista valiosa es un retorno al pasado y un mirar el presente. Aún lo real perdura en nuestra realidad.

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